Émaravillados por el magnífico ballet rítmico de los bombarderos en el cielo, cautivados por los suntuosos fuegos artificiales de los misiles en la noche, no podíamos imaginar el diluvio de fuego que caería. Nuestros ojos han visto y nuestros oídos han oído. Pero nuestras lenguas se han mantenido tácitamente complicidad.
Entonces las ametralladoras crepitaron, las armas tronaron, las bombas explotaron en respuesta a nuestro silencio.
En un instante, llegó el ángel de la muerte y la vida se fue.
Los gritos resonaban como aullidos de desolación, la sangre corría por las calles como ríos de sacrificio. Luego las lágrimas corrieron por nuestras mejillas como arroyos de tristeza.
A nuestro alrededor, el infierno había reemplazado al paraíso porque el caos había alterado el orden establecido.
Dejando un paisaje apocalíptico de casas destruidas y ciudades saqueadas, rostros devastados y cuerpos destrozados, brazos cortados y miembros desarticulados.
Al costado de los caminos, solo quedarán sin enterrar las reliquias de los cuerpos sacrificados y en descomposición.
En la mente de las sobrevivientes viven los recuerdos molestos de mujeres violadas y maltratadas y el recuerdo traumático de niños objetivados y abandonados.
En el corazón de los sobrevivientes permanece el sentimiento humillante de haber perdido la dignidad y la humanidad.
Porque, más allá de las pérdidas humanas y materiales, la guerra ha destruido sobre todo almas.