Aalimentada por la lujuria, el deseo de posesión y los celos, la parte quimérica de nuestro cerebro reptiliano se apodera de nuestro auténtico Yo transformándolo en un monstruo policefálico ávido de deseos.
Nuestro ego se convierte en aguijón de escándalo en el camino probatorio de la existencia, en veneno para nuestro desarrollo personal, en una gangrena que amenaza a todo el organismo.
Los hombres, empapados de perfidia, egoísmo y maldad, dicen que aman a Dios, a su familia oa sus amigos.
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